viernes. 29.03.2024
REPORTAJE | Gay Talese

El periodista y el «voyeur»: el paso del secreto a la historia jugosa

Gerald Foos pasó lustros observando a los huéspedes de su motel a través de una cuidadosa infraestructura de rejillas y un falso techo construido por él mismo. Cuando quiso hacer pública su historia pensó que podría manipularla para hacerla más impactante.

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Exteriores del Manor House Montel en Colorado, Estados Unidos | GROVE PRESS/STARTRIBUNE.COM

Una sacudida de la mala conciencia al intentar mantenerla dormida —o quizá el humano apetito de la fama y el reconocimiento— y el sexo, otra de esas voracidades terrenas que mueven el mundo, estimulado e inquieto por una novela sobre su revolución en el Estados Unidos recién sosegado el movimiento hippie son el principio del relato del voyeur, una crónica en la que el periodismo y eso que llaman “novela de no ficción” tienen una presencia principal.


En el invierno de 1980 el periodista y escritor Gay Talese recibió una carta. El emisor, aparentemente desazonado, le aseguraba estar en posesión de un secreto cuyo fondo, en su opinión, podría ser de utilidad para llegar a vertebrar incluso otros libros: durante más de 10 años había estado observando a los huéspedes de su motel y anotando con precisión todo detalle sobre sus prácticas sexuales.


El olor de la historia suculenta


Desde su dúplex de Manhattan, Talese enseguida vio claro que, efectivamente, la sordidez de esa historia tenía la fuerza suficiente para convertirse en una pieza periodística de consumo sencillo y masivo, así que cogió un avión a Denver (Colorado) y se entrevistó con Gerald Foos. El hombre se lo narró todo: desde su primer impulso mirón pubescente y furtivo en una familia conservadora —que creía que el sexo no existía por no nombrarlo— hasta las recurrentes visitas cada noche al desván de su motel minuciosamente acondicionado para satisfacer su fetiche.


La mujer de tu prójimo había curado de espantos al periodista que durante años pasó temporadas formando parte de colectivos nudistas y comunas con el amor libre como culto primordial; documentando su estudio de costa a costa de Estados Unidos, un país donde también cohabitaba la parte radicalmente opuesta, las mentalidades reaccionarias alienadas de valores religiosos para las que todo lo que no es palabra de Dios se convierte en una agresión personal.


No obstante Foos, que se había presentado también como un investigador al hilo del trabajo de Talese, y que guardaba cientos de páginas manuscritas fechadas con descripciones, categorizaciones y tablas de resultados; le pidió al escritor que, por el momento, su confesión siguiera siendo off the record (quedase sin publicar). Y así se ha estado manteniendo la relación entre Gerald Foos y Gay Talese durante los últimos 38 años, una extraña amistad sustentada en el desahogo del protagonista al compartir el lastre de una práctica tan impetuosa para él como ilegal, y la satisfacción del periodista al que le llega una historia que su olfato sabe muy valiosa.

Una noche el voyeur, incluso, le desveló a Talese el ritual que con tanto celo quería que se mantuviese oculto: desde el lavadero del motel los dos hombres treparon con cautela una escalera empotrada en la pared hasta la puerta que cerraba el altillo. A partir de ahí con la prudencia de sus pasos amortiguados por una moqueta, cuya única función era el aislamiento acústico, el reportero se convirtió por una vez en el aventajado cómplice de las peripecias freudianas de su confidente.


Una fuente y poco fiable


El momento había llegado. Hace pocos meses, y después de casi cuatro décadas —recién pasado el tiempo de prescripción de los delitos de los que pudiera ser acusado, por cierto—, Gerald Foos estuvo dispuesto a que el mundo juzgase su vicio privado. Con la mente puesta ya en un libro, Talese decidió sondear la opinión a través de un artículo en The New Yorker, pero una publicación de tanto prestigio tiene verificadores de información y los de la revista enseguida descubrieron una inconsistencia: en sus notas Foos recogió la compra del motel Manor house en noviembre de 1966, pero la escritura de la transacción estaba fechada tres años después, en julio de 1969. Preguntado por el desajuste, el voyeur simplemente alegó que “uno de los nueves se podría haber invertido”. Primera alarma.

El segundo borrón lo descubrieron los editores del libro que Gay Talese ya estaba ultimando. En una charla con él, Foos le confesó haber presenciado un homicidio en medio de su vigilancia nocturna. Según contó había visto cómo un narcotraficante estrangulaba a su pareja en una de las habitaciones del motel y después se marchaba. Foos aseguraba haber visto el pecho de la joven subir y bajar a causa de la respiración, pero al día siguiente una de las empleadas anunció que la chica estaba muerta. Talese no fue capaz de hallar ningún documento policial que respaldase ese hecho pero sus editores sí. El problema era que el único homicidio de esas características registrado en un motel no se produjo en el Manor house en la fecha indicada, sino en otro a varios kilómetros de distancia y unas semanas después.


El último detalle discordante fue el que llevó a Gay Talese a renegar de su propio libro por entender que su rigor periodístico había quedado gravemente comprometido. Después de la previa en The New Yorker y a punto de editarse El motel del voyeur, un periodista de The Washington Post le envió a Talese un correo en el que demostraba que quedaba invalidado un hecho troncal de la historia: Gerald Foos vendió la propiedad en 1980 a un tal Earl Ballard; un dato que, por supuesto, Foos se había guardado y que hacía cojear el relato.


Gay Talese acumula una experiencia de décadas en el oficio —empezó a hacer periodismo con 15 años y tiene casi 90— pero trabajar con una sola fuente es arriesgado y la honestidad a veces es tan volátil como la credibilidad. Por lo que, enfurecido y decepcionado, corrió a alejarse de su obra porque su publicación ya era imparable. Rodeado de una controversia que el propio Talese alimentaba el libro comenzó a venderse y el cronista hizo un último esfuerzo para salvarse a sí mismo de la desesperanza que le acarreaba su error: contactó con Earl Ballard, habló con él y descubrió que el hecho de que Foos ya no fuese el dueño del motel no significaba que no pudiese haber visto todo lo que atestiguaban los manuscritos, ya que Ballard y él compartían obsesión y las llaves del lavadero y la puerta del altillo. En esta ocasión la mentira —o el no decir toda la verdad— fue la que casi estropea una buena historia.

El periodista y el «voyeur»: el paso del secreto a la historia jugosa